En: Freire, Paulo. Cartas a quien pretende enseñar. 4a. Edic. México. Ed. Siglo XXI. Págs. 60-71.
Ilustración de Brian Taylor |
Me gustaría dejar bien claro que las cualidades de las que voy a hablar y que me parecen indispensables para las educadoras y para los educadores progresistas son predicados que se van generando con la práctica. Más aún, son generados en la práctica en coherencia con la opción política de naturaleza crítica del educador. Por esto mismo, las cualidades de las que hablaré no son algo con lo que nacemos o que encarnamos por decreto o recibimos de regalo. Por otro lado, al ser alineadas en este texto no quiero atribuirles ningún juicio de valor por el orden en el que aparecen. Todas ellas son necesarias para la práctica educativa progresista.
Comenzaré por la
humildad, que de ningún modo significa falta de respeto hacia
nosotros mismos. ánimo acomodaticio o cobardía. Al contrario, la humildad exige
valentía, confianza en nosotros mismos, respeto hacia
nosotros mismos y hacia los demás.
La humildad nos ayuda a reconocer esta sentencia
obvia: nadie lo sabe todo, nadie lo ignora todo. Todos
sabemos algo, todos ignoramos algo. Sin humildad. difícilmente escucharemos a alguien al que consideramos
demasiado alejado de nuestro nivel de competencia. Pero
la humildad que nos hace escuchar a aquel considerado
como menos competente que nosotros no es un acto de
condescendencia de nuestra parte o un comportamiento de
quien paga una promesa hecha con fervor: "Prometo a
Santa Lucía que si el problema de mis ojos no es algo serio
voy a escuchar con atención a los rudos e ignorantes padres
de mis alumnos." No, no se trata de eso. Escuchar con
atención a quien nos busca, sin importar su nivel intelectual, es un deber humano y un gusto democrático nada
elitista.
De hecho, no veo cómo es posible conciliar la adhesión al sueño democrático, la superación de los preconceptos, con la postura no humilde, arrogante, en que nos sentimos llenos de nosotros mismos. Cómo escuchar al otro, cómo dialogar, si sólo me oigo a mí mismo, si sólo me veo a mí mismo, si nadie que no sea yo mismo me mueve o me conmueve. Por otro lado si, siendo humilde, no me minimizo ni acepto que me humillen, estoy siempre abierto a aprender y a enseñar. La humildad me ayuda a no dejarme encerrar jamás en el circuito de mi verdad. Uno de los auxiliares fundamentales de la humildad es el sentido común que nos advierte que con ciertas actitudes estamos cerca de superar el límite a partir del cual nos perdemos.
La arrogancia del" ¿sabe con quién está hablando?", la
soberbia del sabelotodo incontenido en el gusto de hacer
conocido y reconocido su saber, todo esto no tiene nada
que ver con la mansedumbre, ni con la apatía, del humilde.
Es que la humildad no florece en la inseguridad de las
personas sino en la seguridad insegura de los cautos. Es
por esto por lo que una de las expresiones de la humildad
es la seguridad insegura, la certeza incierta y no la certeza
demasiado segura de sí misma. La postura del autoritario, en cambio, es
sectaria. La suya es la única verdad que necesariamente debe ser
impuesta a los demás. Es en su
verdad donde radica la salvación de los demás. Su saber es
"iluminador de la "oscuridad" o de la ignorancia de los otros, que por
lo mismo deben estar sometidos al saber y a la arrogancia del
autoritario o de la autoritaria.
Paulo Freire |
Ahora retorno el análisis del autoritarismo, no importa si de los padres o de las madres, si de los maestros o de las maestras. Autoritarismo frente al cual podremos esperar de los hijos o de los alumnos posiciones a veces rebeldes, refractarias a cualquier límite como disciplina o autoridad, pero a veces también apatía, obediencia exagerada, anuencia sin crítica o resistencia al discurso autoritario, renuncia a sí mismo, miedo a la libertad.
Al decir que del autoritarismo se pueden esperar varios tipos de reacciones entiendo que en el dominio de
lo humano, felizmente, las cosas no se dan mecánicamente. De esta manera es posible que ciertos niños
sobrevivan casi ilesos al rigor del arbitrio, lo que no nos
autoriza a manejar esa posibilidad y a no esforzarnos
por ser menos autoritarios, sino en nombre del sueño
democrático por lo menos en nombre del respeto al ser
en formación de nuestros hijos e hijas, de nuestros
alumnos y alumnas.
Pero es preciso sumar otra cualidad a la humildad con
que la maestra actúa y se relaciona con sus alumnos, y esta
cualidad es la amorosidad sin la cual su trabajo pierde el
significado. y amorosidad no sólo para los alumnos sino
para el propio proceso de enseñar. Debo confesar, sin
ninguna duda, que no creo que sin una especie de "amor
armado", como diría el poeta Tiago de Melo, la educadora
o el educador puedan sobrevivir a las negatividades de su
quehacer. Las injusticias, la indiferencia del poder público, expresadas en la desvergüenza de los salarios, en el
arbitrio con que son castigadas las maestras y no tías que
se rebelan y participan en manifestaciones de protesta a
través de su sindicato -pero a pesar de esto continúan
entregándose a su trabajo con los alumnos.
Sin embargo, es preciso que ese amor sea en realidad
un "amor armado", un amor luchador de quien se afirma en el derecho o en el deber
de tener el derecho de luchar,
de denunciar, de anunciar. Es ésta la forma de amar
indispensable al educador progresista y que es preciso que
todos nosotros aprendamos y vivamos.
Pero
sucede que la amorosidad de la que hablo, el sueño
por el que peleo y para cuya realización me preparo permanentemente,
exigen que yo invente en mí, en mi experiencia social, otra cualidad: la
valentía de luchar al lado
de la valentía de amar.
La valentía como virtud no es algo que se encuentre fuera de mí mismo. Como superación de mi miedo, ella lo implica.
En primer lugar, cuando hablamos del miedo debemos
estar absolutamente seguros de que estamos hablando
sobre algo muy concreto. Esto es, el miedo no es una
abstracción. En segundo lugar, creo que debemos saber
que estamos hablando de una cosa muy normal. Otro punto
que me viene a la mente es que, cuando pensamos en el
miedo, llegamos a reflexionar sobre la necesidad de ser
muy claros respecto a nuestras opciones, lo cual exige
ciertos procedimientos y prácticas concretas que son las
propias experiencias que provocan el miedo.
A
medida que tengo más y más claridad sobre mi opción, sobre mis sueños,
que son sustantivamente políticos
y adjetivamente pedagógicos, en la medida en que reconozco que como
educador soy un político, también
entiendo mejor las razones por las cuales tengo miedo y percibo
cuánto tenemos aún por andar para mejorar nuestra democracia. Es que al
poner en práctica un tipo de educación
que provoca críticamente la conciencia del educando, necesariamente
trabajamos contra algunos mitos que nos deforman. Al cuestionar esos
mitos también enfrentamos
al poder dominante, puesto que ellos son expresiones de
ese poder, de su ideología.
Cuando
comenzamos a ser asaltados por miedos concretos, tales como el miedo a
perder el empleo o a no alcanzar cierta promoción, sentimos la necesidad
de poner ciertos límites a nuestro miedo. Antes que nada reconocemos
que sentir miedo es manifestación de que estamos vivos.
No tengo que esconder mis temores. Pero lo que no puedo
permitir es que mi miedo me paralice. Si estoy seguro de
mi sueño político, debo continuar mi lucha con tácticas
que disminuyan el riesgo que corro. Por eso es tan importante gobernar
mi miedo,
educar mi miedo, de donde nace
finalmente mi valentía.2 Es por eso por lo que no puedo
por un lado negar mi miedo y por el otro abandonarme a
él, sino que preciso controlarlo, y es en el ejercicio de esta
práctica donde se va construyendo mi valentía necesaria.
Es por esto por lo que hay miedo sin valentía, que es el
miedo que nos avasalla, que nos paraliza, pero no hay
valentía sin miedo, que es el miedo que, "hablando" de
nosotros como gente, va siendo limitado, sometido y controlado.
Otra virtud es la
tolerancia. Sin ella es imposible realizar un trabajo pedagógico serio, sin ella es inviable una
experiencia democrática auténtica; sin ella, la práctica
educativa progresista se desdice. La tolerancia, sin embargo, no es una posición irresponsable de quien juega el
juego del "hagamos de cuenta".
Ser tolerante no significa ponerse en
connivencia con
lo intolerable, no es encubrir lo intolerable, no es amansar
al agresor ni disfrazarlo. La tolerancia es la virtud que nos
enseña a convivir con lo que es diferente. A aprender con
lo diferente, a respetar lo diferente.
En un primer momento parece que hablar de tolerancia
es casi como hablar de favor. Es como si ser tolerante fuese una forma cortés,
delicada, de aceptar o tolerar la presencia no muy deseada de mi contrario. Una manera civilizada
de consentir en una convivencia que de hecho me repugna.
Eso es hipocresía, no tolerancia. y la hipocresía es un defecto, un desvalor. La tolerancia es una virtud. Por eso
mismo si la vivo, debo vivirla como algo que asumo.
Como algo que me hace coherente como ser histórico,
inconcluso, que estoy siendo en una primera instancia, y
en segundo lugar, con mi opción político-democrática. No
veo cómo podremos ser democráticos sin experimentar,
como principio fundamental, la tolerancia y la convivencia con lo que nos es diferente.
Nadie aprende tolerancia en
un clima de irresponsabilidad en el cual no se hace democracia. El acto de tolerar
implica el clima de establecer límites, de principios que
deben ser respetados. Es por esto por lo que la tolerancia no es la simple connivencia
con lo intolerable.
Bajo el régimen autoritario, en el cual se exacerba la autoridad, o bajo
el régimen
licencioso, en el que la libertad no se limita, difícilmente
aprenderemos la tolerancia. La tolerancia requiere respeto, disciplina,
ética. El autoritario, empapado de prejuicios sobre el sexo, las clases,
las razas, jamás podrá ser tolerante si antes no vence sus prejuicios.
Es por esto por lo que el discurso progresista del prejuiciado, en contraste con su práctica, es un discurso falso.
Es por esto también por lo que el cientificista es igualmente intolerante, porque toma o entiende la
ciencia como la verdad última y nada vale fuera de ella, pues es ella la que nos da la seguridad de la que no se puede dudar. No hay
cómo ser tolerantes si estamos inmersos en el cientificismo, cosa que no debe llevarnos a la negación de la
ciencia
Me gustaría ahora agrupar la
decisión, la seguridad, la
tensión entre la paciencia y la impaciencia y la alegría de vivir como cualidades que deben ser cultivadas por nosotros si somos educadores y educadoras progresistas.
La capacidad de decisión de la educadora o del educador es absolutamente necesaria en su trabajo formador. Es
probando su habilitación para decidir como la educadora
enseña la difícil virtud de la decisión. Difícil en la medida
en que decidir significa romper para optar. Ninguno decide
a no ser por una cosa contra la otra, por un punto contra
otro, por una persona contra otra. Es por esto por lo que
toda opción que sigue a una decisión exige una meditada
evaluación en el acto de comparar para optar por uno de
los posibles polos, personas o posiciones. y es la evaluación, con todas las implicaciones que ella genera, la que
finalmente me ayuda a optar.
Decisión es ruptura no siempre fácil de ser vivida. Pero
no es posible existir sin romper, por más difícil que nos
resulte romper.
Una de las deficiencias de una educadora es la incapacidad de decidir. Su
indecisión, que los educandos interpretan como debilidad moral o como incompetencia
profesional. La educadora democrática, sólo por ser democrática, no puede anularse; al contrario, si no puede
asumir sola la vida de su clase tampoco puede, en nombre
de la democracia, huir de su responsabilidad de tomar
decisiones. Lo que no puede es ser arbitraria en las decisiones que toma. El testimonio de no asumir su deber como
autoridad, dejándose caer en la licencia, es sin duda más
funesto que el de extrapolar los límites de su autoridad.
Hay muchas ocasiones en que el buen ejemplo pedagógico, en la dirección de la democracia, es tomar la
decisión junto con los alumnos después de analizar el
problema. En otros momentos en los que la decisión a tomar
debe ser de la esfera de la educadora, no hay por qué no
asumirla, no hay razón para omitirse.
La indecisión delata falta de seguridad, una cualidad
indispensable a quien sea que tenga la responsabilidad del
gobierno, no importa si de una clase, de una familia, de una institución, de una
empresa o del Estado.
Por su parte la
seguridad requiere competencia científica, claridad política e integridad ética.
No puedo estar seguro de lo que hago si no sé cómo
fundamentar científicamente mi acción o si no tengo por
lo menos algunas ideas de lo que hago, por qué lo hago y
para qué lo hago. Si sé poco o nada sobre en favor de qué
o de quién, en contra de qué o de quién hago lo que estoy
haciendo o haré. Si esto no me conmueve para nada, si lo
que hago hiere la dignidad de las personas con las que
trabajo; si las expongo a situaciones bochornosas que
puedo y debo evitar, mi insensibilidad ética, mi cinismo
me contraindican para encarar la tarea del educador.
Tarea que exige una forma críticamente disciplinada de
actuar con la que la educadora desafía a sus educandos.
Forma disciplinada que tiene que ver, por un lado, con la
competencia que la maestra va revelando a sus educandos,
discreta y humildemente, sin alharacas arrogantes, y por
el otro con el equilibrio con el que la educadora ejerce su
autoridad -segura, lúcida, determinada.
Nada de eso, sin embargo, puede concretarse si a la
educadora le falta el gusto por la búsqueda permanente de
la justicia. Nadie puede prohibirle que le guste más un
alumno que otro por n razones. Es un derecho que tiene.
Lo que ella no puede es omitir el derecho de los otros en
favor de su preferido.
Existe otra cualidad fundamental que no puede faltarle
a la educadora progresista y que exige de ella la sabiduría
con que entregarse a la experiencia de vivir la tensión entre
la paciencia y la impaciencia. Ni la paciencia por sí sola
ni la impaciencia solitaria. La paciencia por sí sola puede
llevar a la educadora a posiciones de acomodación, de
espontaneísmo, con lo que niega su sueño democrático. La paciencia
desacompañada puede conducir a la inmovilidad, a la inacción. La
impaciencia por sí sola, por otro lado,
puede llevar a la maestra a un activismo ciego, a la acción
por sí misma, a la práctica en que no se respetan las relaciones
necesarias entre la táctica y la estrategia. La paciencia aislada tiende
a obstaculizar la consecución de los
objetivos de la práctica haciéndola "tierna", "blanda" e
inoperante. En la impaciencia aislada amenazamos el éxito de la práctica
que se pierde en la arrogancia de quien se
juzga dueño de la historia. La paciencia sola se agota en
el puro blablablá; la impaciencia a solas en el activismo
irresponsable.
La virtud no está, pues, en ninguna de ellas sin la otra
sino en vivir la permanente tensión entre ellas. Está en
vivir y actuar impacientemente paciente, sin que jamás se
dé la una aislada de la otra.
Junto con esa forma de ser y de actuar equilibrada,
armoniosa, se impone otra cualidad que vengo llamando parsimonia-verbal.
La parsimonia verbal está implicada
en el acto de asumir la tensión entre paciencia-impaciencia. Quien vive
la impaciente paciencia difícilmente pierde, salvo casos excepcionales,
el control de lo que habla,
raramente extrapola los límites del discurso ponderado
pero enérgico. Quien vive preponderantemente la paciencia, apenas ahoga
su legítima rabia, que expresa en un
discurso flojo y acomodado. Quien por el contrario es sólo
impaciencia tiende a la exacerbación en su discurso. El
discurso del paciente siempre es bien comportado, mientras que el discurso del
impaciente generalmente va más
allá de lo que la realidad misma soportaría.
Ambos discursos, tanto el muy controlado como el
carente de toda disciplina, contribuyen a la preservación del statu quo. El primero por estar mucho más acá de la realidad; e1 segundo por ir más allá del límite de lo soportable.
El discurso y la práctica benevolente del que es sólo
paciente en la clase hace pensar a los educandos que todo
o casi todo es posible. Existe una paciencia casi inagotable
en el aire. El discurso nervioso, arrogante, incontrolado,
irrealista, sin límite, está empapado de inconsecuencia, de irresponsabilidad.
Estos discursos
no ayudan en nada a la formación de los educandos.
Existen
además los que son excesivamente equilibrados en su discurso pero de
vez en cuando se desequilibran.
De la pura paciencia pasan inesperadamente a la impaciencia incontenida,
creando en los demás un clima de inseguridad con resultados
indiscutiblemente pésimos.
Existe
un sinnúmero de madres y padres que se comportan así. De una licencia
en la que el habla y la acción son coherentes pasan, al día siguiente, a
un universo de desatinos y órdenes autoritarias que dejan estupefactos a
sus hijos e hijas, pero principalmente inseguros. La
ondulación del comportamiento de los padres limita en los hijos el equilibrio emocional que precisan para crecer. Amar no
es suficiente, precisamos saber amar.
Me parece importante, reconociendo que las
reflexiones sobre las cualidades son incompletas, discutir un poco sobre la alegría de vivir, como una virtud fundamental para la práctica educativa democrática.
Es dándome por completo a la vida y no a la muerte
-lo que ciertamente no significa, por un lado, negar la muerte, ni por el otro mitificar la vida- como me entrego,
libremente, a la alegría de vivir. y es mi entrega a la
alegría de vivir, sin esconder la existencia de razones para
la tristeza en esta vida, lo que me prepara para estimular y
luchar por la alegría en la escuela.
Es
viviendo -no importa si con deslices o incoherencias, pero sí dispuesto
a superarlos- la humildad, la amorosidad, la valentía, la tolerancia,
la competencia, la capacidad de decidir, la seguridad, la ética, la
justicia, la tensión
entre la paciencia y la impaciencia, la parsimonia verbal,
como contribuyo a crear la escuela alegre, a forjar la
escuela feliz. La escuela que es aventura, que marcha, que
no le tiene miedo al riesgo y que por eso mismo se niega
a la inmovilidad. La escuela en la que se piensa, en la que
se actúa, en la que se crea, en la que se habla, en la que se
ama, se adivina la escuela que apasionadamente le dice sí a la vida. y no la escuela que enmudece y me enmudece.
Realmente, la solución más fácil para enfrentar los
obstáculos, la falta de respeto del poder público, el arbitrio
de la autoridad antidemocrática es la acomodación fatalista en la que muchos de nosotros nos instalamos.
"¿Qué puedo hacer, si siempre ha sido así? Me llamen
maestra o me llamen tía continúo siendo mal pagada,
desconsiderada, desatendida. Pues que así sea." Ésta en realidad es la
posición más cómoda, pero también es la posición de quien renuncia a la
lucha, a la historia. Es la posición de quien renuncia al conflicto sin
el cual negamos
la dignidad de la vida. No hay vida ni existencia humana
sin pelea ni conflicto. El conflicto3 hace nacer nuestra
conciencia. Negarlo es desconocer los mínimos pormenores de la experiencia vital y social. Huir de él es ayudar a
la preservación del statu quo.
Por
eso no veo otra salida que no sea la de la unidad en
la diversidad de intereses no antagónicos de los educadores y de las
educadoras en defensa de sus derechos. Derecho a su libertad docente,
derecho a hablar, derecho a mejores condiciones de trabajo pedagógico,
derecho a un tiempo libre remunerado para dedicarse a su permanente
capacitación, derecho a ser coherente, derecho a criticar a las
autoridades sin miedo de ser castigadas -a lo que corresponde el deber
de responsabilizarse por la veracidad de sus críticas-, derecho a tener
el deber de ser serios, coherentes, a no mentir para sobrevivir.
Es preciso que luchemos para que estos derechos sean más que reconocidos -respetados y encarnados. A veces
es preciso que luchemos junto al sindicato ya veces contra
él si su dirigencia es sectaria, de derecha o de izquierda.
Pero a veces también es preciso que luchemos como
administración progresista contra las rabias endemoniadas
de los retrógrados, de los tradicionalistas entre los cuales
algunos se juzgan progresistas y de los neoliberales para
quienes la historia terminó en ellos.
NOTAS: